El sillón gris, el sillón del hospital

(Esta entrada es un poco más personal. Espero que os guste.)

Hace unas semanas tuvimos que pasar por el hospital. Mi hija pequeña tuvo que ser ingresada. Pensábamos que serían un par de horas en urgencias, quizá una inyección y listo. Pero fueron 4 días y sus tres noches, claro.

¡Qué largas son las noches en los hospitales! ¿Verdad?

Pude pensar mucho.

Una vez que la niña estaba estabilizada, y dormía casi plácidamente en esa cama de hospital, mi cabeza tuvo tiempo de pensar, mucho, ya lo creo. No se me da bien dormir en un hospital, así que ni lo intenté.

Lo primero que vino a la cabeza fueron las noches de hospital posteriores a mi primer parto. Las del ingreso por parto también, pero esas eran esperadas, las daba por lógicas, al menos entonces. (Ahora habría intentado a toda costa un parto en casa…) las daba por buenas. NO. Esas noches había ilusión y realismo y dureza a partes iguales.

Me acordé más bien de las otras noches, las noches del re-ingreso cuando a mi pequeña bebé de 5 días algo le ocurría y no sabían qué. Acababa de irme a casa estrenando mi condición de madre, y mi marido la de padre, totalmente alelados si me permitís la palabra. Y sólo un día después tuvieron que ingresarla. Hoy aquello es historia y no quiero dar detalles, pero el susto fue tan grande... Hablaban de trasplante… y como en mi hospital no se podía hacer nada nos mandaban a La Paz, a Madrid. "Haz las maletas para muchos días porque no sabemos cuánto tiempo será" me dijo el médico. (Por cierto, recién parida sólo había una falda y una camiseta que me servían. No pude ir a comprarme nada de ropa en esas circunstancias. Y así lo pasé, en pleno verano, con la misma ropa… Una camiseta que marcaba mi tripa de recién parida y mis pechos llenos, en los que se notaban los discos absorbentes pero si me quitaba manchaba… Una falda que apretaba la tripa pero al menos me entraba… Aquellas trazas que ahora veo desde fuera tampoco me ayudaron a verme bien. Ahora lo veo claro también.)

La mañana del re-ingreso fue terrible. Llegamos a una revisión rutinaria, de peso en teoría, pues mi hija perdía peso y como yo tenía unas grietas terribles… (¡¡ay, que no sabía lo que sé ahora ni había IBCLC en Aranda- ni cerca-  a quien pedir su ayuda!!). Y acabamos ingresados. Bueno, ella, la niña. Ingresamos en la planta de pediatría, que en mi hospital está en el pasillo perpendicular al de partos. Pocas habitaciones, es un hospital comarcal, en una ciudad pequeña. El ingreso era de ella, así que en una cuna de esas altas, muy altas, grandes, de metacrilato. Yo, la mamá, con mis pezones colgando de grietas, una episiotomía considerable que aún estaba fresca, y unas hemorroides del copón que me hacían tan difícil sentarme… yo, esa vulnerable mamá, al sillón incómodo de la habitación. El sillón gris de hospital. Y mi marido, sin sitio. No hay sitio para los padres. Apenas habíamos estado en casa 20 horas desde el alta del parto. Estábamos absolutamente agotados, reventados, y superados por la situación. Sin dormir, con sueño atrasado y cansancio acumulado. Y con mucho miedo. Así, casi de pronto, éramos padres. Nos habíamos convertido en unos padres, por supuesto como todos los padres primerizos totalmente inexpertos, inseguros. Y ahora veo tan clara la situación que nos superó. Lo veo reclinada en el sillón gris de la misma habitación de aquella vez, la del fondo del pasillo. Sí, la misma.

Ahora está mi niña en una cama, y al lado hay una cuna vacía, otro sillón y otra mesita. Con un cartel bien grande que dice que se mantengan libres porque puede haber otro ingreso en cualquier momento.

Éramos frágiles
Sentada ahí nos vi. Nos vi a mi marido y a mí, críos a pesar de tener pasados los 30, totalmente perdidos con una bebé enferma en las manos. Solos y asustados. Vulnerables. Muy asustados. Muy perdidos. Frágiles. Vi como en las películas que se ve al actor dos veces en la misma escena. Igual. Me veía allí tirada en el sillón, a la bebé, en este caso la mayor, en la cuna, y mi marido sentado en la pequeña cajonera de dentro del armario porque no había más sitio. ¡¡¡Qué imagen!!! 


La enfermera que entra y nos ve de esa guisa, me vio tan mal, que me ofreció una cama. Yo no estaba ingresada, pero el detalle de ofrecerme cama teniendo en cuenta cómo estaba, fue para agradecer. Así mi marido pasó de dormitar en el armario a dormitar en el sillón, sí, el sillón gris.

¿Y por qué cuento esto?

Porque yo tenía familia, entonces tenía dos padres loquitos de amor por su primera nieta, y tres hermanos y muchos cuñados y cuñadas que nos querían. Y amigos y amigas. Pero estábamos solos. Sobre todo la sensación que recuerdo es de ser frágil, vulnerable. Y con mucha responsabilidad.

Nadie te prepara para el después. Me había preparado mucho para el parto, que asustaba. Pero realmente nadie me había contado lo de después, y no llegas a imaginarlo, creo, hasta que no estás en ello. Por eso ahora preparo a las mamás para la crianza, porque no me gusta ver a mamás y papás tan perdidos como lo estuvimos nosotros. Y peor aún si además hay algún problema extra como fue el caso.

Esa sensación de soledad y de impotencia fue terrible. El peso que sentí sobre mí fue tan grande que me hundió. Y caí en una verdadera depresión post-parto, que me duró 11 meses. Fue duro.

Pero de todo se sale. Y mi hija también salió de aquello. Y crecí. Y maduré. Y aprendí.

El sillón gris de hospital


Después, estuve pensando, qué otras veces había estado en un sillón gris de hospital. Pocas, en realidad. Una suerte bien mirado. Sé que hay gente que ha sufrido mucho más. Pero cada sillón gris te deja marca, al menos a mí.

He tenido la suerte de no haber pasado por hospital más que en los dos partos, un episodio de vómitos cuando era joven que estuve una semana ingresada, y la operación del pie, que no hice ni noche. Por mi parte, bien. Pero cuando son tus personas queridas creo que duele mucho más. Una apendicitis y una neumonía de mi marido me hicieron dormitar también. Pero pasó bien y rápido.

Y ya. Ya porque los procesos de mis padres no fui yo la que dormí cuando estuvieron en hospital. Vivir en otra ciudad me evitó muchos malos ratos, aunque me hizo perder también muchísimos más de los buenos ratos… Y cuando estaban muriéndose los cuidados paliativos fueron en casa, así que aunque no durmiera muchas noches, no era un hospital.

Y me acordé entonces de la última noche de mi madre. Me quedé a dormir en su casa porque mi padre también estaba ya mal (su muerte se distanció sólo 5 meses) y no podía con ella. Ella estaba muy débil y quería levantarse, pero no podía. Y mi labor era evitar que se cayera. Toda la noche con una silla con respaldo, sentada a horcajadas, (para apoyar la cabeza en el respaldo e intentar dormir) haciendo de barrera frente a su cama para que no se cayera, y aliviándole el malestar cada 5 minutos. No fue una noche de hospital. Pero fue una noche cuidando enfermos. Esas noches difíciles y largas que te dejan huella para siempre. 

Ser cuidadora... Cuidando a mi hija el otro día, recordé otros momentos de cuidados. No de los de cada día, no. Cuidados de esos más especiales porque algo le ocurre al cuerpo…

En el sillón gris pude ver esas escenas de nuevo como si estuviera viviéndolas. Una experiencia casi extra-corpórea porque volví a esos días y me vi allí, impotente con mi hija, luego impotente con mis padres. Y te sientes con tanta presión y responsabilidad que parece que te ahogas y que nunca vas a salir. Y que el dolor no se va a acabar nunca. Pero ¿sabes qué? Que sí se acaba.

Y hoy, aunque no tenga nada que ver con la temática general del blog, que es la lactancia, he querido contároslo porque a veces sacarlo fuera también hace bien. Y al fin y al cabo todos somos hijos, y los que leen mi blog, casi todos, padres.

¿Cuándo te has sentido como yo en un sillón gris?

¿Cuándo te has sentado en un sillón gris? Comentarios bienvenidos.

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NOTA:

Por cierto, todas las veces nos han tratado de maravilla. Siempre me he sentido cuidada en los hospitales por el personal médico que me atendió, a mí o a mi familia, en cada una de las circunstancias que he contado. Siempre he encontrado profesionales que hacían bien su trabajo. Y muchos además con una sonrisa o una palabra cariñosa. Tanto en el Hospital Santos Reyes de Aranda como en el Yagüe, el Divino Vallés, el Hospital Militar, y luego en el HUBU en Burgos. Y en La Paz en Madrid. Mi aplauso a todos esos profesionales, tan poco valorados a veces y qué tanto bien hacen. Y especialmente a los facultativos de Cuidados Paliativos, que fueron excepcionales. Gracias.

e-lactancia

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